top of page

Cuando la tarjeta gime y no cubre la diaria, no hay Javier ni Luis que te salven

  • Foto del escritor: Editorial Tobel
    Editorial Tobel
  • 17 oct
  • 4 Min. de lectura

La muerte, imprevista y cruel, se llevó a Juan, dejando a Argenta no sólo con un vacío en el pecho, sino con un mundo que empezó, lenta e inexorablemente, a desmoronarse


ree


Por: Fernando Gañete Blasco.- Argenta había sido bendecida por el espejo. Desde niña, su belleza fue un hecho incontrovertible, un capital infalible. Se casó con Juan, un hombre sólido como un roble, cuyo amor no se expresaba sólo en rosas, sino en cimientos: una casa cálida, la mesa siempre llena, todos los gustos para sus niños, a los que siempre decía que tenían que ser los privilegiados, eco de una felicidad conyugal que parecía tallada en mármol. Pero el mármol se quiebra. La muerte, imprevista y cruel, se llevó a Juan, dejando a Argenta no sólo con un vacío en el pecho, sino con un mundo que empezó, lenta e inexorablemente, a desmoronarse.


La viudez le sentó como un vestido de luto que pronto quiso cambiar. Su belleza, intacta, era un imán para los hombres. Sin embargo, notó un patrón siniestro: todos querían poseerla, pero ninguno soportaba el fantasma del roble. Hablaban mal de Juan. Lo tildaban de tirano, de predecible. "Él te daba cosas, para engañarte, yo te daré pasión", le susurraban. Y Argenta, herida y confundida, empezó a creer que aquella estabilidad había sido, en realidad, una mediocridad disfrazada.


Por despecho, por miedo a la soledad, tuvo fallidas experiencias con quienes le prometían cuidarla, pero la maltrataban. Sus hijos ignoraban lo que la bella Argenta sufría. En una oportunidad, dejó entrar a Luis a quien se lo presentó Mauricio. Supuestamente exitoso. Era el antídoto perfecto contra el recuerdo de Juan: seductor, ocurrente, un viento fresco que barrió las cenizas del duelo. Pero ese viento se convirtió en tormenta. Luis era vago y astuto. Primero fueron deudas pequeñas, "solo hasta fin de mes". Hasta que le reventó la tarjeta de crédito y se fue, dejando a Argenta con la carcoma de la humillación y los números rojos.


Tras otra relación fallida de quien dijo parecerse a Juan, pero la defraudó, Luis regresó. Esta vez de la mano de su amigo Javier, quien la convenció de que era el mejor para ella. Argenta, cuya economía era ya la sombra de lo que fue, lo recibió como quien recibe a un salvador. Él se ofreció a administrar lo poco que quedaba. "Despreocúpate, belleza", le decía, mientras las tarjetas de crédito gemían bajo el peso de sus gastos. El dinero se esfumaba en noches de casino con sus amigos, en ropa que él mismo se compraba, en promesas que nunca se materializaban.


La casa que Juan construyó empezó a resquebrajarse. El silencio entre madre e hijos se llenó de reproches mudos. Axel, el mayor, con una mirada que había envejecido décadas en pocos meses, veía cómo la herencia de su padre se dilapidaba.


Un día, Luis llegó con una sonrisa triunfal. "La solución, mi amor. Don Aldo, el prestamista, nos ayudará. Es un ángel".


Esa noche, Axel estalló. Ya no era un niño, sino la voz del roble caído.

-¡Mamá, despertá! -gritó, con la voz quebrada por la rabia y la impotencia-. Luis es un embustero. Don Aldo no es un ángel, es un buitre. No ayuda a nadie; presta para después arrancarles la piel a tiras y quedarse con todo. ¿Es eso lo que querés? ¿Perder la casa que papá supo construir por las falsas promesas de ese hombre? El es millonario a costa de los demás, por sobre todo de los más vulnerables.


Las palabras de su hijo cayeron como un martillo sobre el cristal de sus ilusiones. Argenta miró a su alrededor. La belleza en el espejo estaba intacta, pero por primera vez vio las grietas que recorrían su vida. Se había equivocado, no una, sino una y otra vez. Había permitido que hombres pequeños mancharan la memoria del único hombre grande que conoció, todo por no enfrentar la soledad y el que había sido engañada por todos aquellos que destrozaban a Juan, quizá por envidia o porque no querían ver felices a los hijos de Juan, que eran los de la propia Argenta, que no había comprendido la situación.


Pero el hábito del autoengaño es difícil de romper. Una parte de ella, la que se había intoxicado con las palabras dulces y los halagos venenosos, se resistía. "No puedo volver a equivocarme", pensó. Y en esa resistencia, cometió su error más trágico: asociar el amor verdadero con el aburrimiento y la decepción con la emoción. Juró no volver a tener cerca a nadie que se pareciera a Juan, porque recordar la felicidad que tuvo con él le dolía más que la miseria que estaba viviendo sin él.


Prefirió seguir creyendo en la mentira de quienes criticaban al roble, antes que admitir que había talado su propia felicidad con las manos del despecho. Y en esa decisión, contrajo su deuda más grande: no la de Don Aldo, sino la de haberle fallado a su pasado y a su futuro, a Juan y a sus hijos, por no poder perdonarse a sí misma.

Comentarios


BP_PF_300x250_1px banner bco.gif
bannnnner.jpg

Presentado por

Logo Tobel -blanco.png
bottom of page