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Desconfianza, juventud, clase media y la política que no llega

  • Foto del escritor: Editorial Tobel
    Editorial Tobel
  • 22 jul
  • 5 Min. de lectura

La antipolítica no surge de la nada: es promovida, amplificada y estetizada.

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Columna de Opinión
Por: José "Pepe" Armaleo- Hipólito Covarrubias*

La crisis de representación no es nueva, pero hoy se agrava por la imposibilidad de la política para ofrecer futuro. Jóvenes sin horizontes, una clase media en retirada, medios que promueven la antipolítica y sujetos desorganizados por el capitalismo digital configuran un escenario explosivo. Recuperar la política como herramienta de transformación es más urgente que nunca. La política, en su sentido más profundo, es la herramienta con la que los pueblos transforman su realidad. Pero esa idea, hoy, parece lejana. Para millones, la política ya no representa un horizonte de esperanza sino una maquinaria ajena, que no escucha, no transforma y no los incluye.


El problema no es sólo que la realidad de los sectores populares no mejore, sino que muchas veces empeora, mientras que la de los dirigentes políticos se acomoda, se adapta y se blinda. Esa distancia -que a veces es material, otras simbólica, pero siempre política- alimenta una sensación corrosiva: la política ya no sirve para nada. Y lo que es peor: ya no sirve para nosotros.


¿Por qué votar, entonces? ¿Por qué participar en un sistema que parece cerrado sobre sí mismo? La pregunta se vuelve aún más aguda entre los jóvenes, que nacieron con la democracia pero crecieron con promesas incumplidas. Muchos de ellos no conocen otra cosa que la precariedad, la frustración o la migración como única salida. ¿Qué sentido tiene votar si sienten que nadie los ve, que nada cambia, que nadie los convoca verdaderamente a ser parte?.


También la clase media, históricamente motora de la estabilidad y la movilidad social, atraviesa una crisis de sentido. Ve desmoronarse sus certezas, sus expectativas, sus seguridades. Ya no siente que su esfuerzo sea recompensado. Vive en una especie de exilio interior, atrapada entre el miedo a caer y el resentimiento hacia una dirigencia que no responde. La política, desde su perspectiva, ha dejado de ser una promesa de ascenso o de cuidado para convertirse en una fuente de frustración.

Y lo que resulta aún más inquietante: si en 2001 la clase media se movilizó cuando el gobierno de turno le tocó los ahorros

-aquellos que tenía en el banco-, hoy, con los mismos ahorros en el colchón, asiste pasivamente al derrumbe. Ya no estalla: se retrae. Ya no reclama: sobrevive. Lo que entonces fue bronca organizada, hoy parece convertirse en resignación silenciosa. Como si la posibilidad de cambiar las cosas estuviera completamente fuera de su alcance.


La consigna de entonces -“que se vayan todos”- condensaba una impugnación general, pero sin dirección, sin horizonte. Y detrás de ese grito había algo que cambiar… para que, en el fondo, nada cambie. El sistema supo reacomodarse, reabsorber la protesta, rediseñarse. Hoy, ni siquiera eso: ya no hay bronca colectiva, sino aislamiento. Ya no hay estallido, sino fragmentación. Y la política, en vez de ser canal de transformación, se vuelve paisaje de la decepción.


No es casual que el consumo de dólares haya vuelto a ser una estrategia defensiva; que cada vez más familias se endeuden para pagar una prepaga, una escuela privada o un curso de inglés para sus hijos, o algunos otros que cambian a sus hijos a las escuelas públicas, se pasan de obra social o directamente van a los hospitales públicos, y del segundo idioma o recreación de los pibes, olvidáte. Que la compra de celulares en cuotas conviva con la angustia por el alquiler o la desesperación por emigrar. Es una clase media en estado de repliegue: no cree en el sistema, pero tampoco se anima a romperlo. Sólo quiere escapar.


En ese caldo de cultivo, los medios concentrados juegan un papel clave: no sólo fogonean la desconfianza, sino que la moldean, la manipulan y la encauzan hacia lo superficial. La antipolítica no surge de la nada: es promovida, amplificada y estetizada. Y es así como emergen figuras como Milei o Bolsonaro, que se presentan como outsiders, pero en realidad son productos acabados de un sistema que ya no necesita convencer: le basta con destruir todo lo que pueda canalizar una esperanza colectiva.


La falta de renuncia por parte de los políticos a sus propios intereses y la incapacidad para conectar con la gente común -los de abajo y los del medio- alimentan la desconfianza. Pero no se trata sólo de los políticos. La desafección tiene causas más profundas. En su libro Tecnofeudalismo, Yanis Varoufakis sostiene que el capitalismo digital ha dinamitado incluso la idea moderna del individuo como sujeto autónomo. Ya no somos ciudadanos, ni siquiera consumidores soberanos: somos perfiles, fragmentos de datos procesados por algoritmos que nos clasifican, manipulan y modelan. En vez de poseer, estamos poseídos. En lugar de decidir, hacemos clics. En lugar de concentrarnos, nos distraen. Nuestra voluntad no ha desaparecido, pero ha sido desorganizada, colonizada, disuelta.


En ese escenario, la política pierde sentido no sólo porque decepciona, sino porque ha dejado de disputar el alma de los sujetos. El neoliberalismo -y su fase digital actual- ha triunfado también allí donde la política renunció a representar, a organizar, a convocar. En el silencio de las plazas, en la fatiga de las redes, en la bronca que no encuentra causa ni canal.

Frente a esto, no alcanza con indignarse por la abstención. Ni con señalar el voto bronca o el descreimiento como si fueran anomalías de una ciudadanía desinformada. El desafío es otro: recuperar la política como práctica viva, como lugar de disputa, como proyecto colectivo. Recuperar, también, al sujeto: fragmentado, sí, pero aún capaz de organizarse, de sentir, de decidir. De ser.


Porque si los políticos no se animan a representar al Pueblo, el Pueblo dejará de representarse en ellos. Y sin representación real, no hay democracia posible.


O, como reza un viejo dicho popular -menos citado en los discursos que sentido en las calles- “Con los políticos a la cabeza… o con la cabeza de los políticos”.


Una advertencia que no es amenaza sino síntoma. Un llamado a la política para que se reencuentre con su razón de ser: organizar la esperanza colectiva. Porque cuando el Pueblo deja de creer, no desaparece: resiste, se transforma… o estalla.


“La historia no se borra, la memoria no se clausura, la justicia no se negocia, la soberanía no se entrega y la apatía es la derrota que ningún pueblo puede permitirse”.


*José “Pepe” Armaleo – Militante, abogado, magíster en Derechos Humanos, integrante del Centro de Estudios de la Realidad Social y Política Argentina Arturo Sampay y de la agrupación Primero Vicente López, en colaboración con Hipólito Covarrubias, Militante, integrante del Centro de Estudios de la Realidad Social y Política Argentina Arturo Sampay y de Primero Vicente López

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