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Qué votamos: privilegios para pocos o bienestar para todos

  • Foto del escritor: Editorial Tobel
    Editorial Tobel
  • 4 jun
  • 4 Min. de lectura

Se define si la Argentina continúa sometida a un plan de saqueo impulsado por el poder económico concentrado o si el pueblo empieza a recuperar su protagonismo histórico. Además de salarios e ingresos jubilatorios.


Columna de opinión*

Por: José “Pepe” Armaleo, Fernando Gañete Blasco e Hipólito Collarubia



En las elecciones legislativas no se votan sólo diputados o senadores. Se define si la Argentina continúa sometida a un plan de saqueo impulsado por el poder económico concentrado o si el pueblo empieza a recuperar su protagonismo histórico. La batalla es más grande: incluye la disputa por el sentido de país, el rol del Estado, la soberanía, el trabajo, el cuerpo, el conocimiento y la vida. El voto es un acto de defensa propia, pero no alcanza: el futuro se construye con organización, participación y lucha.


Aunque en lo formal se trate de elecciones legislativas, lo que verdaderamente está en juego es si las mayorías populares vamos a seguir permitiendo que el país sea entregado -pieza por pieza- a los intereses de los grandes grupos económicos y financieros que nunca se presentan a elecciones, pero gobiernan desde las sombras.


BlackRock, Techint, Clarín, Mercado Libre, los grandes bancos, las importadoras, las cerealeras, los laboratorios, los fondos buitres, los jueces federales, los grandes medios y algunas de las cámaras empresarias -con AmCham Connect como caso emblemático de alineamiento con intereses extranjeros- son parte de ese poder real que hoy comanda el ajuste, escribe los discursos de odio y administra la represión.


El actual gobierno nacional no es un accidente: es una herramienta de ese bloque dominante para imponer -con brutal crudeza- un nuevo orden social regresivo. Se ejecuta con lenguaje libertario, pero es profundamente autoritario: impone una inflación falseada, sostiene un dólar artificialmente planchado que beneficia al sector importador, destruye la producción nacional y condena a miles de pequeñas y medianas empresas a la asfixia. Como en la época de la “plata dulce” durante la dictadura, se fomenta la entrada de productos baratos del exterior mientras se liquida la industria local. Y con la industria, se destruyen miles de puestos de trabajo, se erosiona el salario y se vacía el sistema previsional, profundizando un modelo de exclusión y dependencia.


Lo que estamos viviendo no es una crisis más del capitalismo, sino un cambio de fase histórica. Algunos lo llaman “tecnofeudalismo”: un sistema donde las plataformas tecnológicas reemplazan al Estado como administrador de servicios, donde el trabajo se fragmenta y se precariza al extremo y donde la riqueza se concentra a una velocidad inédita en manos de un puñado de corporaciones globales. En este escenario, los datos personales valen más que el salario y los algoritmos definen quién accede al empleo, a la salud o a la educación.


En ese mundo desigual y asfixiante, el feminismo, las juventudes, las diversidades y los movimientos ambientales no sólo resisten: construyen. En sus cuerpos, en sus territorios y en sus banderas está la potencia de un nuevo proyecto emancipador. Son quienes vienen denunciando hace años la violencia patriarcal, la exclusión económica, la catástrofe climática, la lógica extractiva y el colonialismo financiero. Son quienes enfrentan la avanzada neoconservadora que pretende devolvernos a un pasado de opresión, silencio y obediencia.


Pero la disputa no es sólo local. La Argentina ocupa un lugar clave en la geopolítica mundial. Nuestra biodiversidad, nuestros recursos estratégicos -litio, agua, alimentos, energía-, nuestra ubicación en el sur global, nos colocan en el centro de una puja entre potencias. Estados Unidos, China, la OTAN, el BRICS, los organismos multilaterales de crédito y las corporaciones transnacionales disputan abiertamente nuestro destino. La entrega de soberanía no es un error: es el corazón del plan. Por eso se degrada la Cancillería, se ataca el Mercosur, se reprime a los pueblos originarios y se pacta con el Comando Sur.

La democracia está en riesgo no sólo por los que la odian, sino también por el vaciamiento que sufre desde dentro. Crece la apatía, baja la participación electoral y millones sienten que votar no cambia nada. No les falta razón. Porque si las instituciones no resuelven los problemas del pueblo, entonces la representación deja de tener sentido. Por eso no alcanza con votar. Hace falta volver a protagonizar.


Hace falta reconstruir comunidad, rehacer lazos, debatir en las aulas, en los sindicatos, en los clubes, en las ferias, en las redes. Hace falta disputar sentido, interpelar al que duda, abrazar al que sufre, organizar al que resiste. Hace falta reconstruir poder popular.


Y esa tarea exige compromiso real de las conducciones políticas, sindicales, sociales y culturales. Porque el pueblo está cansado de dirigentes que miran para otro lado mientras abajo todo se incendia. Como se dijo alguna vez: con los dirigentes a la cabeza o con la cabeza de los dirigentes. No es un llamado al caos, es una exigencia ética y política. O conducen la pelea o serán desbordados por la historia.


Estas elecciones son apenas una estación en ese camino. Pero no son una más. Se vota si vamos a resignarnos o a reconstruir. Se vota si el país será de los mercados o de su pueblo. Se vota si entregamos todo o empezamos a recuperar lo que es nuestro.


Porque si el pueblo no se salva a sí mismo, nadie va a venir a hacerlo.


*José “Pepe” Armaleo, Fernando Gañete Blasco e Hipólito Collarubia

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